¿Cómo encontrar paz cuando he perdido a un ser querido? Fe, consuelo y esperanza en medio del duelo
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Recuerdo con claridad una tarde en la que me llamaron para dar la unción a una anciana llamada Rosa, que estaba a punto de partir al encuentro del Señor. Su hija, con lágrimas en los ojos, me preguntó:
“Padre, ¿cómo se puede encontrar paz cuando se pierde a alguien que se ama tanto?”
Esa pregunta me acompañó durante mucho tiempo, porque no hay respuesta sencilla. El dolor por la pérdida de un ser querido es una herida profunda que no se cura con palabras, pero sí puede ser transformada por la fe.
En mis más de veinte años de ministerio he visto lágrimas que se convierten en serenidad, y corazones rotos que, con el tiempo y con Dios, vuelven a latir con esperanza. Porque aunque la muerte duele, el amor no muere.
Y allí, en medio del duelo, es donde Dios actúa con más ternura.
El dolor de la ausencia: reconocer la herida
Cuando alguien muere, una parte de nosotros también parece irse.
El hogar se siente vacío, los recuerdos se vuelven punzantes y los días parecen más largos. En ese momento, es importante no negar el dolor.
Llorar no es falta de fe, es parte del amor.
Jesús mismo lloró ante la tumba de su amigo Lázaro (Jn 11,35).
Ese versículo breve —“Jesús lloró”— nos revela que Dios comprende nuestro sufrimiento, que no nos juzga por sentirnos rotos.
Llorar con fe es confiar en que, aunque no entendamos, Dios está allí, compartiendo nuestras lágrimas.
Rosa, aquella mujer, partió en paz, y su hija me confesó luego:
“Padre, me dolió verla irse, pero siento que no se fue del todo. Hay algo en mí que me dice que está bien.”
Esa intuición es el eco de la promesa eterna de Dios: que la muerte no tiene la última palabra.
La fe que consuela: creer en la vida eterna
El Evangelio nos ofrece palabras de consuelo que han sostenido a generaciones enteras:
“Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá” (Jn 11,25).
Estas palabras no son una idea bonita, son una promesa de Cristo.
Quien muere en el amor de Dios no desaparece, sino que entra en la plenitud de la vida.
La fe no elimina el dolor, pero le da sentido. Nos enseña que la separación es solo temporal, que el amor que nos unió sigue vivo en Dios.
He acompañado a muchas familias en el duelo, y he aprendido que la esperanza cristiana no borra la tristeza, la transfigura.
Poco a poco, el llanto se convierte en gratitud: en lugar de preguntar “¿por qué se fue?”, el corazón comienza a decir “gracias por haberlo tenido”.
La historia de Rosa y su hija: del dolor a la serenidad
Después del funeral de Rosa, su hija, Claudia, comenzó un camino de fe muy hermoso.
Al principio, su oración era un grito: “Señor, no entiendo por qué.”
Con el tiempo, su oración se transformó en silencio, luego en lágrimas serenas, y finalmente en paz.
Un día, en una misa por su madre, se acercó y me dijo:
“Padre, ya no lloro como antes. Ahora cuando pienso en mi mamá, sonrío. Siento que está con Dios… y que un día la volveré a ver.”
Esa sonrisa fue su resurrección interior.
Claudia no dejó de amar, aprendió a amar de otro modo, desde la fe, desde el cielo.
Y es que la fe no borra la pérdida, pero le cambia el rostro.
Donde antes solo había vacío, comienza a brotar esperanza.
Aceptar el misterio: dejar que Dios obre en el silencio
A veces queremos entenderlo todo, pero hay realidades que solo pueden ser vividas, no explicadas.
La muerte de un ser querido es uno de esos misterios.
No se trata de encontrar una “razón”, sino de abandonarse en la confianza.
El salmista lo expresa así: “Aunque camine por valle de sombras, no temo, porque tú estás conmigo” (Sal 23,4).
Dios no nos evita el valle, pero nos acompaña en él.
Cuando el dolor se hace insoportable, podemos simplemente repetir:
“Señor, no entiendo, pero confío.”
Esa breve oración, dicha con el corazón, abre espacio para que la paz comience a entrar, poco a poco, como una brisa suave que cura sin ruido.
El amor más fuerte que la muerte
El amor que une a una familia, a una madre con su hijo, a unos amigos sinceros, no termina con la muerte.
San Pablo lo afirma con certeza: “El amor nunca pasará” (1 Cor 13,8).
Cada gesto de cariño, cada abrazo, cada recuerdo compartido, se conserva en el corazón de Dios.
Por eso, aunque nuestros seres queridos no estén físicamente, su amor sigue actuando.
Lo sentimos en los recuerdos, en las canciones, en los aromas, en las decisiones que tomamos inspirados por ellos.
Ese amor nos mantiene unidos y nos impulsa a vivir mejor, como homenaje a quienes ya descansan en el Señor.
Caminar el duelo con fe: pasos hacia la paz interior
El camino hacia la paz después de una pérdida no es lineal, pero sí es posible.
Aquí te comparto algunos pasos que he visto dar fruto en quienes han pasado por el duelo:
- Permítete sentir. No reprimas las lágrimas ni la nostalgia. Es parte del proceso.
- Habla de tu ser querido. Compartir recuerdos sana.
- Ora con esperanza. Habla con Dios de tu dolor, y ora también por el alma de quien partió.
- Busca comunidad. No te aísles. La Iglesia, los amigos, los grupos de oración son bálsamo para el alma.
- Haz memoria agradecida. Cada vida deja una huella. Celebrar esa huella transforma la tristeza en gratitud.
- Confía en el reencuentro. La fe nos enseña que la separación es solo temporal. La eternidad nos espera.
Cada paso no borra el dolor, pero lo convierte en camino de transformación y esperanza.
La paz que solo Dios puede dar
He visto muchas formas de consuelo humano, pero ninguna iguala la paz que Dios puede dar.
Jesús prometió: “La paz les dejo, mi paz les doy; no se la doy como la da el mundo” (Jn 14,27).
Esa paz no se compra ni se fabrica, se recibe.
A veces llega sin aviso, después de una oración, un amanecer, una misa, o una palabra que toca el corazón.
Es una paz que no elimina el recuerdo, pero lo llena de amor y sentido.
Esa paz es la certeza de que tus seres queridos están vivos en Dios, y de que Él también te sostendrá hasta que vuelvas a encontrarlos.
Perder a un ser querido duele, pero la fe nos enseña que el amor no termina con la muerte.
La tristeza no se vence olvidando, sino amando desde la esperanza.
Cuando confiamos en Dios, el duelo se convierte en camino:
del llanto a la gratitud, de la ausencia a la presencia interior, del dolor a la paz.Esa paz llega cuando comprendemos que el cielo no está lejos: comienza en el corazón que ama y confía.
Y un día, en la eternidad, volveremos a abrazar a quienes hemos amado, porque en Cristo, nadie que haya amado verdaderamente se pierde.
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