¿Cómo saber si voy por el camino correcto en la fe? Las señales que Dios deja en tu vida
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Una tarde, después de la misa dominical, una joven llamada Lucía se me acercó con una pregunta que he escuchado incontables veces en mis más de veinte años de ministerio:
“Padre, ¿cómo sé si estoy caminando bien en mi fe? A veces dudo si de verdad estoy haciendo la voluntad de Dios.”
Esa pregunta encierra un anhelo profundo: el deseo de agradar a Dios y de no desviarse del camino. Pero también refleja la inseguridad que muchas veces sentimos cuando no todo en la vida espiritual es tan claro como quisiéramos.
A lo largo del tiempo, he aprendido que Dios no juega a esconderse, sino que nos deja señales, pequeñas huellas de su presencia, que nos permiten discernir si vamos bien.
Y aunque la fe no se mide por sensaciones, sí se reconoce por los frutos que produce en nuestra vida.
El signo más claro: la paz interior
Jesús mismo nos lo enseñó: “La paz les dejo, mi paz les doy; no se la doy como la da el mundo” (Jn 14,27).
Esa paz que proviene de Dios no depende de que todo esté bien a nuestro alrededor. Es una paz que puede convivir con los problemas, con la incertidumbre y con el dolor.
Cuando alguien me dice que está en paz, aunque atraviese momentos difíciles, suelo responderle: “Entonces estás donde Dios quiere que estés.”
Porque la paz de Dios no es ausencia de conflicto, sino certeza de presencia. Es saber que no caminamos solos.
Lucía, aquella joven, me confesó que aunque tenía dudas, sentía en el fondo una paz serena al servir en la comunidad, al ayudar a otros, al orar cada mañana. Esa paz era la respuesta que buscaba.
No siempre escuchamos una voz del cielo, pero cuando hay paz en el corazón, es señal de que el Espíritu Santo está obrando.
El amor que crece y se multiplica
Otra señal de que avanzamos por el buen camino es el crecimiento en el amor.
San Pablo lo resume de forma bellísima: “El amor es paciente, es servicial, no tiene envidia, no busca su propio interés” (1 Cor 13,4-5).
Si la fe que vivimos nos hace más humildes, más compasivos, más pacientes, entonces vamos bien.
Pero si, por el contrario, nuestra práctica religiosa nos vuelve duros, críticos o cerrados, algo se ha torcido en el camino.
Lucía descubrió que cuando servía en el grupo juvenil, no solo ayudaba a otros a acercarse a Dios, sino que ella misma se sentía transformada: menos preocupada por sí misma y más sensible a las necesidades de los demás.
Ese es el verdadero crecimiento espiritual: amar más y mejor.
La fe no se mide por cuántas oraciones recitamos, sino por cuánto amor ponemos en nuestras acciones.
El deseo de reconciliación: signo de madurez espiritual
Una de las señales más hermosas de que vamos en el camino correcto es cuando el corazón busca la paz con los demás.
Dios es un Dios de comunión, y todo lo que nos conduce al perdón y a la reconciliación proviene de Él.
Como dice Jesús en el Evangelio: “Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9).
Lucía, en su proceso de crecimiento, comprendió que necesitaba perdonar a su padre, con quien llevaba años distanciada. Me dijo que había sentido en la oración el impulso de escribirle una carta. Cuando lo hizo, sintió que algo dentro de ella se liberaba.
Ese es el fruto del Espíritu: cuando el amor vence al orgullo, cuando el perdón sana lo que parecía imposible.
Caminar en la fe no significa no caer, sino levantarse siempre con humildad y buscar la paz.
Vivir según el Evangelio, incluso cuando cuesta
Hay un punto en el camino de fe donde debemos elegir: seguir a Cristo, aunque el mundo no lo entienda.
Ser cristiano no siempre será cómodo, pero sí será verdadero.
Cuando nuestras decisiones están alineadas con los valores del Evangelio —honestidad, servicio, pureza, justicia, generosidad—, aunque nos cueste, estamos caminando por la senda correcta.
Lucía me contaba que en su trabajo muchas veces sentía la presión de “acomodarse” a lo que todos hacían, incluso si eso implicaba faltar a la verdad. Pero había algo dentro de ella que no la dejaba tranquila cuando lo intentaba.
Le dije: “Esa incomodidad es la voz del Espíritu, que te recuerda quién eres.”
Dios nos habla a través de la conciencia. Y cuando obramos conforme al Evangelio, aun en medio de sacrificios, experimentamos una alegría profunda, la que solo siente quien vive en coherencia con su fe.
La alegría que no depende de las circunstancias
Otra señal de madurez en la fe es la alegría interior.
No la euforia pasajera, sino esa alegría tranquila que brota del saber que Dios está contigo, incluso en los días grises.
He visto personas que, en medio de la enfermedad o la pobreza, irradian una luz que no se apaga. Esa alegría no es humana: es fruto del Espíritu Santo.
Lucía comenzó a experimentar esa alegría al descubrir que su fe no dependía de “sentir” a Dios, sino de confiar en Él.
Me dijo un día: “Padre, ya no necesito entender todo; solo sé que quiero seguirlo.”
Esa frase resume el camino de la fe: no verlo todo claro, pero caminar con el corazón confiado.
La fecundidad espiritual: cuando otros se acercan a Dios por tu testimonio
El último fruto del camino correcto es la fecundidad espiritual.
Si nuestra vida inspira, consuela, anima o acerca a otros a Dios, es señal de que el Espíritu Santo está actuando a través de nosotros.
Jesús lo dijo claramente: “Por sus frutos los conocerán” (Mt 7,16).
Lucía, sin darse cuenta, se convirtió en una guía para sus compañeros. Su forma de vivir, su serenidad y su alegría atrajeron a otros jóvenes al grupo parroquial.
Eso es evangelizar sin palabras: ser testimonio vivo de lo que Dios hace en quien se deja transformar.
Cuando la fe se vuelve luz para otros, es porque va por el camino correcto
Saber si vas por el camino correcto en la fe no se trata de buscar señales extraordinarias, sino de reconocer los frutos del Espíritu en tu vida: paz, amor, reconciliación, alegría y fidelidad al Evangelio.
Dios no se esconde: habita en tus frutos.
Cuando tu vida refleja cada vez más el rostro de Cristo, cuando tus decisiones nacen del amor y producen paz, entonces puedes tener la certeza de que vas bien.
Caminar con Dios no significa no tropezar, sino levantarse confiando en que Él guía cada paso.
Y cuando te preguntes si vas por el camino correcto, escucha el silencio de tu corazón: si allí hay paz y amor, ahí está Dios.
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