el mal y la injusticia, people gathering on street during nighttime

¿Por qué permite Dios el mal y la injusticia? Una mirada desde la fe y la libertad humana

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Hace unos años, mientras acompañaba a una familia que acababa de perder a su hijo en un accidente, me enfrenté a una de las preguntas más dolorosas y recurrentes en la vida de fe: “Padre, ¿por qué Dios permite esto?”
A lo largo del ministerio sacerdotal, he escuchado esta pregunta en distintas formas, en diferentes labios y bajo diversas circunstancias. Es la pregunta que atraviesa el alma del creyente y del no creyente por igual, porque todos, en algún momento, nos encontramos frente al misterio del mal, del dolor y de la injusticia.

Y aunque no existen respuestas simples para un tema tan profundo, sí existen caminos que nos ayudan a mirar más allá de la herida y descubrir que Dios, aun cuando parece ausente, sigue obrando silenciosamente para transformar el sufrimiento en redención.

La libertad humana: un regalo y una responsabilidad

Dios nos creó libres. No como marionetas programadas para el bien, sino como seres capaces de amar verdaderamente. Pero el amor solo es auténtico cuando es libre. Y ahí radica el misterio: la misma libertad que nos permite amar, también nos permite elegir el mal.

El mal moral —ese que nace del egoísmo, la ambición, la mentira o la violencia— no proviene de Dios, sino del mal uso de nuestra libertad. Como dice el Génesis, “Dios vio que todo cuanto había hecho era muy bueno” (Gn 1,31). El mal, por tanto, no forma parte de su creación, sino que es consecuencia del rechazo del hombre a vivir en armonía con su Creador.

Pero ¿por qué, entonces, Dios no impide nuestras malas decisiones?
Porque si las impidiera, anularía nuestra libertad. Y sin libertad, no habría amor ni virtud, solo obediencia forzada. La libertad humana, aunque peligrosa, es la mayor expresión de nuestra dignidad.

El sufrimiento que transforma: historia de una madre valiente

Recuerdo a Marta, una mujer de mi parroquia que perdió a su esposo de manera trágica. Durante meses no quiso entrar a la iglesia. Me decía: “Padre, si Dios existe, ¿por qué me quitó a quien más amaba?”
Yo no tenía respuestas rápidas. Solo la acompañé en silencio, en su dolor, como quien camina junto a alguien en medio de la noche. Con el tiempo, Marta comenzó a participar nuevamente en las celebraciones. Un día, después de misa, se acercó y me dijo con lágrimas en los ojos:
“He comprendido que Dios no me quitó a mi esposo, sino que me sostiene para que no me hunda en la tristeza. Él está haciendo algo nuevo en mí.”

Esa frase quedó grabada en mi corazón. Dios no provocó su dolor, pero sí lo transformó. La fe no elimina el sufrimiento, pero lo ilumina con esperanza. Y cuando permitimos que Dios entre en nuestras heridas, esas mismas heridas pueden convertirse en fuentes de consuelo para otros.

Dios no causa el mal, pero lo redime

A veces, el mayor milagro no es que el mal desaparezca, sino que Dios saque bien de él.
San Pablo lo expresó de manera maravillosa: “Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para el bien de los que lo aman” (Rm 8,28).
Esta frase no significa que todo lo que ocurre sea bueno, sino que Dios puede sacar bien incluso del mal.

El ejemplo más grande es la cruz. De la mayor injusticia de la historia —la muerte del Inocente, de Jesús— brotó la salvación del mundo. La cruz no fue el fin, sino el inicio de la resurrección. Si Dios pudo transformar el dolor de su Hijo en redención, también puede transformar nuestras cruces diarias en caminos de vida.

El misterio del silencio de Dios

Muchos dicen: “Si Dios existe, ¿por qué no interviene?”
Y yo respondo: “Sí interviene, pero no siempre como esperamos.”
El silencio de Dios no es ausencia, sino pedagogía. Él nos enseña a buscarlo no solo en los milagros, sino también en la oscuridad. En la Biblia, Job clama en medio del dolor sin comprender por qué sufre, pero al final exclama: “Antes te conocía de oídas, pero ahora te han visto mis ojos” (Job 42,5).
A veces, el dolor nos lleva a un conocimiento más profundo de Dios, uno que no se basa en explicaciones, sino en encuentro.

Cuando el mal se convierte en misión

He conocido a personas que, tras vivir tragedias, deciden ayudar a otros que sufren lo mismo. Padres que han perdido a un hijo y luego acompañan a otras familias en duelo. Mujeres que salieron de la violencia y ahora trabajan por los derechos de otras.
Eso es redención. Eso es Dios obrando.
El mal no tiene la última palabra cuando se convierte en amor. Cada acto de bondad nacido del dolor es una victoria sobre el mal. Es como si dijéramos al enemigo: “No lograrás apagar la esperanza.”


Una mirada final: confiar más allá del porqué

No siempre entenderemos el porqué del dolor, pero podemos descubrir el para qué.
La fe no elimina las preguntas, pero nos enseña a confiar incluso sin respuestas.
Jesús, en la cruz, también gritó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46). Sin embargo, su grito no fue desesperación, sino confianza: al final, se abandonó al Padre y venció la muerte.

Así también nosotros, cuando el mal y la injusticia golpean, podemos elegir confiar, sabiendo que Dios no es indiferente. Él sufre con nosotros y trabaja, incluso en silencio, para transformar la historia en redención.

Dios respeta nuestra libertad y no provoca el mal, pero puede hacer de cada herida una puerta hacia la esperanza.
El sufrimiento no es el final, sino una oportunidad para descubrir a un Dios que, lejos de castigarnos, camina a nuestro lado y nos enseña a amar más profundamente.
El mal existe, sí, pero no triunfa.
Porque el amor de Dios, aunque parezca silencioso, siempre está obrando para convertir la oscuridad en luz.

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