¿Cómo vivir la fe sin caer en la rutina o el cansancio espiritual? Claves para renovar el corazón cada día
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Recuerdo que hace algunos años, en medio de una intensa vida parroquial, me sentía agotado espiritualmente. Las celebraciones, los encuentros, las confesiones, las visitas a enfermos… todo lo hacía con amor, pero también con una sensación de sequedad interior… de cansncio espiritual.
Una tarde, frente al sagrario, me atreví a decirle al Señor con sinceridad:
“Ya no siento lo mismo. Oro, celebro, sirvo, pero algo dentro de mí está cansado.”
En ese silencio orante descubrí una verdad que hoy quiero compartir contigo: la fe también necesita renovarse, cuidarse y alimentarse. No basta con repetir gestos externos; necesitamos volver al amor primero, al corazón vivo de nuestra relación con Dios.
A lo largo de mis más de veinte años de ministerio he visto que el cansancio espiritual no discrimina: lo viven laicos, religiosos, jóvenes y adultos. Pero también he visto que Dios siempre ofrece caminos para volver a encender el fuego.
Reconocer el cansancio: el primer paso hacia la renovación
A veces creemos que sentir cansancio en la fe es señal de debilidad o de falta de compromiso. Sin embargo, reconocerlo es un acto de humildad y de verdad.
Así como el cuerpo se fatiga, también el alma necesita descanso y renovación.
Cuando orar se convierte en costumbre sin vida, cuando ir a misa se vuelve rutina o cuando servir ya no alegra como antes, es momento de detenerse y escuchar lo que el corazón está gritando: “Necesito reencontrarme con el Señor.”
Dios no se ofende por nuestro cansancio; al contrario, nos invita a descansar en Él.
Jesús mismo lo dijo: “Vengan a mí todos los que están fatigados y sobrecargados, y yo los aliviaré” (Mt 11,28).
El cansancio espiritual no es el final del camino, sino una oportunidad para reencontrarnos con la fuente de nuestra fe.
La historia de Andrés: cuando la fe se vuelve rutina
Andrés era un joven servidor en la parroquia. Siempre estaba disponible, colaboraba en todo, y su entusiasmo era contagioso.
Pero un día, después de una reunión pastoral, se me acercó y me dijo:
“Padre, siento que hago todo lo mismo, pero ya no me llena. Estoy cansado de servir sin sentir nada.”
Lo escuché con atención y le respondí algo que también aprendí de mi propia experiencia:
“A veces el problema no está en lo que hacemos, sino en cómo lo hacemos. Cuando perdemos de vista a Quién lo hacemos, la fe se vuelve rutina.”
Decidimos caminar juntos durante un tiempo en dirección espiritual. Le pedí que hiciera algo sencillo: dedicar cada día cinco minutos a mirar el rostro de Cristo en silencio, sin pedir nada, solo amándolo.
Semanas después, Andrés regresó distinto. Me dijo:
“No he dejado de sentir cansancio, pero ahora entiendo que servir no es por emoción, sino por amor. Y ese amor se renueva cuando paso tiempo con Él.”
Desde entonces, comprendió que la fe no es cuestión de sensaciones, sino de relación viva con Dios.
Volver al amor primero: recordar por qué creemos
En el libro del Apocalipsis, el Señor dice a una comunidad cristiana:
“Tengo contra ti que has abandonado tu primer amor” (Ap 2,4).
Esa advertencia es también un llamado actual. Cuando la fe se enfría, lo primero que necesitamos es recordar por qué comenzamos a creer.
¿Recuerdas aquella primera vez que sentiste a Dios en tu vida? ¿La emoción de descubrir que te amaba?
Revivir esa memoria no es nostalgia, es volver al origen, a la chispa que encendió todo.
Una práctica que recomiendo a mis feligreses es escribir una carta a Dios, agradeciendo cómo ha actuado a lo largo de su historia. Al hacerlo, muchos se sorprenden al descubrir que Dios nunca ha dejado de obrar, aunque a veces no lo veamos.
Renovar la oración: pasar de “decir” a “encontrar”
La rutina espiritual muchas veces nace de una oración superficial. Repetimos palabras, fórmulas, rosarios, pero sin corazón.
El remedio no es rezar más, sino rezar mejor: volver a una oración viva, sincera, dialogante.
La oración no es solo hablar, es escuchar, contemplar, estar.
A veces basta con sentarse frente al Señor y decirle: “Aquí estoy, cansado, pero tuyo.”
Esa autenticidad abre espacio al Espíritu Santo, que renueva lo que parece seco.
En momentos de sequedad espiritual, suelo invitar a hacer oración con los Salmos, especialmente con el Salmo 42: “Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío.”
Esa búsqueda mantiene viva la llama del encuentro.
El valor del descanso y la comunidad
Muchas veces confundimos activismo con fe.
Queremos hacer tantas cosas para Dios, que olvidamos estar con Él.
Incluso en el ministerio o en el servicio, el alma necesita descanso.
Jesús lo entendió bien: “Vengan ustedes solos a un lugar apartado, y descansen un poco” (Mc 6,31).
El descanso también es espiritual: retirarse, hacer silencio, desconectarse para reconectar con Dios.
Y no solo el descanso: la comunidad también nos renueva.
Cuando compartimos la fe con otros, cuando oramos juntos, cuando escuchamos testimonios, el fuego se aviva.
Nadie mantiene la llama encendida solo; necesitamos de los demás para seguir caminando.
Servir desde el amor, no desde la obligación
El cansancio espiritual muchas veces aparece cuando servimos sin alegría o por compromiso.
Dios no nos pide que seamos perfectos, sino que lo amemos sinceramente en lo que hacemos.
Cuando servimos con amor, el servicio deja de ser peso y se convierte en don.
Andrés lo descubrió: su cansancio se transformó en gratitud. Ya no buscaba sentirse bien, sino simplemente ser fiel.
Y es que en la fe no siempre habrá emoción, pero siempre puede haber amor perseverante.
La madurez espiritual no consiste en sentir, sino en amar incluso cuando no se siente nada.
Ahí la fe deja de ser rutina y se convierte en comunión real con Dios.
De la rutina al fuego: dejar actuar al Espíritu Santo
Solo el Espíritu Santo puede renovar un corazón cansado.
No hay estrategia humana ni receta pastoral que sustituya su acción.
Cuando le damos espacio, Él sopla sobre las brasas apagadas y enciende de nuevo la fe.
He visto cómo personas agotadas espiritualmente vuelven a vivir con gozo después de un retiro, de una adoración, o incluso de un momento de silencio profundo.
No porque hayan aprendido algo nuevo, sino porque han permitido al Espíritu reavivar su interior.
San Pablo lo dice con claridad: “Aviva el don de Dios que hay en ti” (2 Tim 1,6).
Ese fuego está dentro de ti, solo necesita aire: tiempo, silencio, oración y amor.
La rutina espiritual no es un fracaso, es una llamada.
Una invitación a volver a las raíces, a reencontrarte con el Dios que te amó primero.
Vivir la fe sin caer en la rutina es aprender a mirar cada día como un regalo, a orar con el corazón, a descansar sin culpa, y a dejar que el Espíritu renueve lo que se ha vuelto costumbre.
Cuando la fe se hace relación viva, no hay cansancio que la apague.
Porque el amor de Dios no se agota: se renueva cada mañana.
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